13 noviembre 2025

Cuando la ciudad habló por nosotros (Pasion Turca)

El lunes 27 de octubre de 2025, nuestra visita al palacio de Topkapi, situado en la parte europea de Estambul, terminaba alrededor de las 12:00. El sol dibujaba destellos dorados en la plaza de Sultanahmet, caminábamos tranquilos cuando el azar decidió mezclarse en nuestro camino: una abeja comenzó a danzar alrededor de Marisa. Intentó ahuyentarla, pero el insecto se posó en su mano izquierda y dejó clavado el aguijón en el dedo anular. Primero llegó la sorpresa; después, el latigazo del dolor. Retiramos el aguijón, pedimos ayuda, entramos en una farmacia. Entre confusiones y cremas que no correspondian, comprendimos que las urgencias no estaban allí, sino en un hospital.

En la calle, los taxis que poco antes rebosaban la calle se habían esfumado. Recordé una especie de parada cercana y hacia allí nos dirigimos intentando encontrar coches amarillos y entonces… una mano tendida desde un coche sin distintivos. y una voz “Mejor al hospital estatal; en el privado les cobrarán mucho”, nos dijo aquel desconocido. Aceptamos, porque en ocasiones la confianza es también una forma de valentía.

El conductor zigzagueó por callejuelas empinadas, y, viendo la inflamación del dedo, propuso buscar hielo. Paró el coche, desapareció un minuto, volvió con unos trozos de hielos envueltos en plástico. Lo recubrimos con un trozo de tela, lo posamos sobre el dedo y, ya recobrada la esperanza, retomamos la marcha. Fueron apenas cuatro kilómetros, pero el tiempo se hizo largo. Llegamos por fin al Istanbul Egitim Ve Arastirma Hastanesi – Acil Servisi(servicio de emergencia).
Pagamos al conductor, agradecimos su ayuda y, cuando se ofreció acompañarnos, declinamos con agradecimiento.

Y entonces ocurrió lo que habría preferido no vivir.
Al preguntarle cuánto le debía, respondió algo así como 3.000 liras turcas (unos 60 €). Me pareció una barbaridad y sentí que se estaba aprovechando de la situación. Tuvimos un intercambio tenso sobre lo inadecuado de su pretensión. Finalmente, con el nerviosismo del momento y la urgencia por entrar en el hospital, terminé entregándole casi todo el efectivo que llevaba: 2.400 liras (unos 48 €). Salimos precipitadamente del vehiculo… y cometimos otro error: olvidarnos en el coche la mochila con nuestras pertenencias. Apenas habíamos caminado dos pasos cuando lo advertimos, pero el vehículo ya se había desvanecido en la vorágine del tráfico. Dimos la mochila por perdida y decidimos concentrarnos en lo importante: encontrar atención médica para Marisa.

Creímos que lo difícil ya había pasado.
Pero no. Lo difícil tenía otro nombre. Se llamaba largos pasillos, multitud de personas, ventanillas, documentos, 470 liras turcas, y preguntas en un idioma que no entendíamos.

Minutos después, hecha la recepción en urgencias, ocurrió lo inesperado: el conductor estaba alli frente a nosotros y nos entregaba nuestra mochila. Estaba tan sorprendido que solo acerté a susurrar un “gracias”, estrecharle la mano y continuar con el objetivo que nos había llevado hasta allí.

Y, justo en ese momento, apareció él. Cihad Kurdi.
No llegó envuelto en una  capa, ni con sirenas. Llegó con algo más difícil de encontrar: calma. Con ayuda del móvil, le contamos lo ocurrido y, sin dudarlo, se puso a nuestro lado como quien enciende una linterna en un túnel. Nos guió por corredores donde el murmullo era una marea, habló por nosotros donde faltaban palabras, preguntó, insistió, volvió a preguntar. Una puerta no era, esa otra tampoco. Seguimos. En cada intento, Cihad abría un pequeño claro en la selva del hospital.

Por fin, un box. Una joven doctora, varias personas esperando. Cihad se adelanta: explica que no somos residentes, que venimos de lejos, que el aguijón había sido certero y el dolor, impaciente. La espera fue breve, quizá porque la humanidad también agiliza trámites invisibles. La doctora examinó el dedo, indicó una camilla, una inyección con un antihistamínico y bastó. El hielo ya había templado la inflamación; la medicina completó la tarea. Nada más sería necesario.

A la salida, Cihad no se despidió sin más. Preguntó cómo queríamos volver, llamó a un taxista, pactó un precio cerrado (unos 10 €) y, solo entonces, cuando todo estaba resuelto, nos regaló una sonrisa discreta, la de quien ayuda sin hacer ruido. Le dimos las gracias, pero la palabra “gracias” nos pareció pequeña para el tamaño de su gesto.

Ese día aprendimos que Estambul está hecha de palacios y mezquitas, sí, pero también de manos que aparecen cuando más se necesitan. Para nosotros, esta ciudad tendrá siempre el rostro sereno de Cihad Kurdi, el hombre que convirtió un laberinto en camino y un susto en relato con final en paz.