Recientemente, durante la proyección de la película "El 47", estrenada el pasado 6 de septiembre, no dejaba de comparar el parecido en ciertos aspectos de la película con el transcurso de mi niñez y buena parte de mi adolescencia .
Era octubre de 1949, y como si la decisión me hubiese pertenecido desde siempre, opté por nacer en un rincón olvidado del mundo, casi como si fuera una broma del destino. Mi llegada no estuvo marcada por nada grandioso, sino por la humilde simplicidad de una familia que se levantaba cada día antes que el sol. Mi padre, Fernando, un panadero que amasaba más que pan, parecía también amasar preocupaciones con cada movimiento de sus manos. Y mi madre, María —aunque todos le decían Maruja—, tejía con hilo fino y paciencia no solo las costuras de la ropa, sino también las de nuestra vida cotidiana. Entre la harina y los retales, aparecí yo, como quien no tiene prisa pero tampoco se quiere quedar fuera del juego.
Nací en el extrarradio de Valladolid, en un barrio que probablemente ni Dios
recordaba en sus plegarias. En realidad, el lugar tuvo varios nombres, como si el olvido lo disfrazara con distintas identidades a lo largo del tiempo. Empezó en 1915 siendo la “Huerta de Linares”, luego en los años 30 el “Barrio de La República”, en un breve resplandor de esperanza, hasta que, con la dictadura, lo rebautizaron como el “Barrio de España”. Suena patriótico, pero os aseguro que no había nada glorioso en vivir allí. Era más bien un amasijo de casas molineras que parecían sostenerse por milagro, y chabolas que bailaban al ritmo del viento cada vez que soplaba fuerte.
La vida en el barrio tenía su particular encanto… si es que se le puede llamar así. Carecíamos de luz, de agua corriente y, por supuesto, de transporte. Si querías ir al centro de la ciudad, te preparabas como si fueras a cruzar el desierto. El primer punto de agua en el barrio llegó en 1960, como un evento histórico que fue anunciado en el periódico más importante de la ciudad, pero con más emoción de la que probablemente se merecía. Los vecinos, pico en mano, cavaron zanjas como si fueran a desenterrar un tesoro, aunque lo que encontraron fue agua. Algo es algo, supongo.
Pero el barrio nunca dejó de ser lo que era: un lugar que acogía a quienes no tenían más remedio que quedarse. Los que mejoraron un poco su situación se marchaban de allí a toda prisa, como si hubiesen escapado de una película de terror. Los que se quedaban, como mi familia, lo hacían porque no había otro sitio al que ir. La verdad es que, para los que llegamos allí, ese barrio era como una broma de mal gusto, y los pocos que conseguían marcharse lo hacían con una sensación de alivio.

Años después, volví, más por nostalgia que por otra cosa, y lo que encontré me dejó perplejo. El barrio había cambiado, sí, pero no del todo. Las viejas casas molineras seguían en pie, desafiando al paso del tiempo, pero ahora había fachadas pintadas de colores brillantes: amarillos, azules, rosas... Alguien, con un sentido peculiar del humor, había decidido que lo que el barrio necesitaba era un toque de Gaudí y Miró. Las puertas y ventanas parecían retorcerse, como si las paredes hubieran tenido una mala resaca y no supieran cómo volver a su sitio. Los colores, que en teoría deberían alegrar la vista, más bien te hacían parpadear y frotarte los ojos, preguntándote si todo aquello era real o simplemente una alucinación.
Entre lo surrealista y lo simpático, el barrio había adoptado un aire de obra de arte incompleta. Un caos pintoresco, por decirlo de alguna manera, donde cada rincón parecía estar destinado a sorprenderte, aunque no siempre de la mejor manera. Era como si el barrio, en un intento desesperado de reinventarse, hubiese decidido echarle una buena dosis de humor a su historia, como diciendo: "Si no podemos ser perfectos, al menos seamos memorables".
Así que ahí estaba yo, en ese rincón del mundo que me vio nacer, un lugar que, entre risas y melancolía, me recordaba que, a pesar de todo, la vida siempre encuentra una forma curiosa de seguir adelante. Y tal vez, solo tal vez, esa fue la razón por la que decidí venir al mundo justo allí: para aprender que en los lugares más insospechados, siempre se puede encontrar una historia que contar, con un toque de nostalgia y una sonrisa a medias.
Notas aclaratorias: En septiembre de 1997, Cristobal Gabarron, trabajó en el proyecto El Barrio del Color, en el popular barrio de España. Las fachadas de las casas estaban muy deterioradas y degradadas y el artista cambió totalmente su aspecto pintándolas de colores.
Cristóbal Gabarrón (Mula, Murcia, 25 de abril de 1945) es un artista reconocido internacionalmente como creador de Arte publico,pintura,escultura o montajes monumentales. Con seis años de edad se trasladó con su familia a vivir en Valladolid