24 mayo 2025

Verano del 69: Auto Stop y una ruta hacia el sol

En 1969, hacer dedo o “autostop", era una práctica bastante común en España, sobre todo entre jóvenes, estudiantes y viajeros con poco dinero. Aunque España aún vivía bajo el régimen franquista, la década de los 60 experimentó una cierta apertura, sobre todo en el ámbito turístico, y el auto stop formaba parte de esa cultura juvenil en expansión.
Aunque había riesgos (como en cualquier época), el auto stop era generalmente visto como una forma legítima y hasta romántica de viajar.
La Guardia Civil no lo prohibía
expresamente, pero en ciertas zonas rurales o más conservadoras, podía causar desconfianza.
Su práctica podía suponer: una aventura iniciática, una forma de romper con la rigidez del régimen y una manera de conocer gente y practicar idiomas.

En este año y en este contexto,
m
ientras el hombre pisaba la Luna y medio planeta soñaba con guitarras hippies, Ventura y yo, menos trascendentales pero igual de decididos, cargamos nuestras mochilas y nos echamos a la carretera. Objetivo: Torremolinos. Medio de transporte: el pulgar.
Presupuesto: el justo para una Coca-Cola compartida. Edad: la justa para creernos inmortales.
La primera etapa fue casi insultantemente fácil: un camionero de alma generosa y olfato poco desarrollado, nos llevó de Valladolid a Madrid sin pedirnos ni los nombres. Íbamos como reyes en la cabina, soñando ya con bañadores, turistas suecas y playa infinita.
Pero ay... tras Madrid, vino la dura realidad: nadie quería llevar a dos chavales con cara de revolucionarios y ganas de pasar hambre. Las esperas se alargaron bajo un sol que parecía querer freírnos las ideas. Así que, fieles a nuestro pacto, decidimos separarnos: cada uno en el coche que pudiera, y nos encontraríamos en la oficina de Correos del próximo destino. Google Maps no existía, pero el sistema funcionó sorprendentemente bien.
Y así, en Valencia, probamos el lujo de dormir en una cuneta de primera categoría, alfombrada de fina maleza, que ofrecía alojamiento gratuito con picaduras de mosquitos incluidas. Yo descubrí otra forma de viajar: en la baca de un camión, entre sacos, cuerdas y alguna gallina despistada. ¡Qué vistas! El mundo era otro visto desde las alturas… y con la espalda llena de marcas.
En Benidorm dormíamos en hamacas junto al muro de la playa
. Al despertar, el sol nos daba en la cara con tanta insistencia que parecía tener algo personal contra nosotros. Entonces tocaba un baño matutino en el mar, seguido de la tradicional colada: lavarnos con la ropa en agua salada, enjuagarnos en dulce, y tendernos al sol como quien seca sardinas.
En Alicante... bueno, el destino y alguna que otra chica con minifalda hicieron de las suyas. Nos separamos sin tragedia. Cada uno siguió su camino, más o menos ilusionados, más o menos despeinados.
En esa ciudad viví la experiencia que aún hoy me saca una sonrisa nerviosa. Pensión de cuarta, habitación que olía a humedad y misterio, y un perchero que aceptó gustoso mi camiseta azul marino. A la mañana siguiente, me la puse con los ojos medio cerrados, y noté que algo corría por mi pecho con entusiasmo. La paré con la mano: una lagartija, ni más ni menos, que había decidido mudarse sin avisar. Imagino que también hacía auto stop.
Mi aventura mediterránea acabó en Torrevieja, que en el mapa estaba a medio paso de Torremolinos pero en realidad ya me parecía el fin del mundo. Había visto mar, sal, arena, chicas y lagartos. ¿Qué más se puede pedir?.
El regreso fue menos épico pero igual de curioso. Atravesé Valencia, Madrid y Segovia, hasta llegar a Arrabal de Portillo el 16 de agosto, donde mi madre visitaba a unos parientes. Me acerqué con una sonrisa, pero no me reconoció. Normal: estaba tan moreno que parecía traído del Sahara, con una barba de medio profeta y el pelo estilo “acabo de salir de un matorral”. Cuando por fin se dio cuenta de que era su hijo y no un nómada perdido, me abrazó con tanto alivio que casi me despeina del todo.
Nunca llege a Torremolinos, es cierto. Pero aprendi que el camino está lleno de sorpresas: camioneros generosos, noches sin colchón, chicas esquivas, mosquitos hambrientos, y reptiles con afán de protagonismo. Y sobre todo, que no hace falta llegar a ningún sitio para tener una buena historia que contar... cincuenta y pico años después.