En 1969, hacer dedo o “autostop", era una práctica bastante común en España, sobre todo entre jóvenes, estudiantes y viajeros con poco dinero. Aunque España aún vivía bajo el régimen franquista, la década de los 60 experimentó una cierta apertura, sobre todo en el ámbito turístico, y el auto stop formaba parte de esa cultura juvenil en expansión.
Aunque había riesgos (como en cualquier época), el auto stop era generalmente visto como una forma legítima y hasta romántica de viajar.
La Guardia Civil no lo prohibía expresamente, pero en ciertas zonas rurales o más conservadoras, podía causar desconfianza.
Su práctica podía suponer: una aventura iniciática, una forma de romper con la rigidez del régimen y una manera de conocer gente y practicar idiomas.
En este año y en este contexto, mientras el hombre pisaba la Luna y medio planeta soñaba con guitarras hippies, Ventura y yo, menos trascendentales pero igual de decididos, cargamos nuestras mochilas y nos echamos a la carretera. Objetivo: Torremolinos. Medio de transporte: el pulgar. Presupuesto: el justo para una Coca-Cola compartida. Edad: la justa para creernos inmortales.
La primera etapa fue casi insultantemente fácil: un camionero de alma generosa y olfato poco desarrollado, nos llevó de Valladolid a Madrid sin pedirnos ni los nombres. Íbamos como reyes en la cabina, soñando ya con bañadores, turistas suecas y playa infinita.
Pero ay... tras Madrid, vino la dura realidad: nadie quería llevar a dos chavales con cara de revolucionarios y ganas de pasar hambre. Las esperas se alargaron bajo un sol que parecía querer freírnos las ideas. Así que, fieles a nuestro pacto, decidimos separarnos: cada uno en el coche que pudiera, y nos encontraríamos en la oficina de Correos del próximo destino. Google Maps no existía, pero el sistema funcionó sorprendentemente bien.
Y así, en Valencia, probamos el lujo de dormir en una cuneta de primera categoría, alfombrada de fina maleza, que ofrecía alojamiento gratuito con picaduras de mosquitos incluidas. Yo descubrí otra forma de viajar: en la baca de un camión, entre sacos, cuerdas y alguna gallina despistada. ¡Qué vistas! El mundo era otro visto desde las alturas… y con la espalda llena de marcas.
En Benidorm dormíamos en hamacas junto al muro de la playa. Al despertar, el sol nos daba en la cara con tanta insistencia que parecía tener algo personal contra nosotros. Entonces tocaba un baño matutino en el mar, seguido de la tradicional colada: lavarnos con la ropa en agua salada, enjuagarnos en dulce, y tendernos al sol como quien seca sardinas.
En Alicante... bueno, el destino y alguna que otra chica con minifalda hicieron de las suyas. Nos separamos sin tragedia. Cada uno siguió su camino, más o menos ilusionados, más o menos despeinados.
En esa ciudad viví la experiencia que aún hoy me saca una sonrisa nerviosa. Pensión de cuarta, habitación que olía a humedad y misterio, y un perchero que aceptó gustoso mi camiseta azul marino. A la mañana siguiente, me la puse con los ojos medio cerrados, y noté que algo corría por mi pecho con entusiasmo. La paré con la mano: una lagartija, ni más ni menos, que había decidido mudarse sin avisar. Imagino que también hacía auto stop.
Mi aventura mediterránea acabó en Torrevieja, que en el mapa estaba a medio paso de Torremolinos pero en realidad ya me parecía el fin del mundo. Había visto mar, sal, arena, chicas y lagartos. ¿Qué más se puede pedir?.
El regreso fue menos épico pero igual de curioso. Atravesé Valencia, Madrid y Segovia, hasta llegar a Arrabal de Portillo el 16 de agosto, donde mi madre visitaba a unos parientes. Me acerqué con una sonrisa, pero no me reconoció. Normal: estaba tan moreno que parecía traído del Sahara, con una barba de medio profeta y el pelo estilo “acabo de salir de un matorral”. Cuando por fin se dio cuenta de que era su hijo y no un nómada perdido, me abrazó con tanto alivio que casi me despeina del todo.
Nunca llege a Torremolinos, es cierto. Pero aprendi que el camino está lleno de sorpresas: camioneros generosos, noches sin colchón, chicas esquivas, mosquitos hambrientos, y reptiles con afán de protagonismo. Y sobre todo, que no hace falta llegar a ningún sitio para tener una buena historia que contar... cincuenta y pico años después.